"Todas las ciudades tienen un olor bastante definido, pero el de Bangkok está cubierto por una densa capa de smog que lo oculta y lo hace imperceptible la mayor parte del día. Cuando al fin aparece, ya bien entrada la noche -cuando la ciudad está sosegada, cuando algo en ella se calma-, es una sustancia palpable que flota en el aire, corre por las calles sinuosas y se interna en sus más recónditos pasajes.Tal vez proviene de los canales de agua estancada, donde es común ver gente cocinando o lavando ropa; de los puestos de pescado seco del China Town, de los sartenes con sateh y frituras hirvientes de Pat-pong y Silom Street, o incluso de los animales vivos que esperan en jaulas de mimbre en Chatuchak, el gran mercado; aunque puede provenir, simplemente, de los vahos del Chao Praya, ese brazo de agua marrón que atraviesa la ciudad y la invade como una lenta enfermedad. Hoy llueve a cántaros. Las aguas del río se mecen con fuerza, a punto de tragarse los sampanes y canoas que se atreven a navegar. Es lo que veo por la ventana de mi habitación, en el piso 14 del hotel Oriental, torre Shangri La, un nombre que quiere decir «paraíso» pero que a mí me parece otra cosa: tal vez «soledad» o simplemente «estar a la espera».Ya anocheció y bebo una ginebra con la cara pegada al vidrio, viendo el paisaje deformado por el agua: el Chao Praya, las luces de Bangkok, los rascacielos azulados, los nubarrones que se iluminan con los truenos, la metrópoli brutal."