Theo Van Gogh es un hombre «sin talento» que cifra su existencia en el amor que profesa al arte y a su hermano Vincent, el artista de la familia, a quien envía dinero y cartas llenas de melancolía. Esta correspondencia hasta ahora inédita, rigurosamente inventada por Julio César Pérez, juega de manera especular con las cartas reales de Vincent a Theo, se interrumpe poco antes de la muerte de ambos y no recoge ninguno de los acontecimientos que marcaron la vida del «loco pelirrojo». Habla, más bien, de las esperanzas y los miedos del menos conocido de los hermanos, del París de los impresionistas, del sentido profundo del arte.
En estas páginas hay sombra, hay muerte y tragedia, pero por encima de todo está la búsqueda, a veces infructuosa, de la belleza. Eso que Julio César Pérez persigue con una libertad insolente.
¿Es posible reinventar el pasado? ¿Hasta qué punto puede la ficción cambiar el curso de los acontecimientos? Marcelino Quijano y Quadra, payanés ilustrado e invencible tahúr, hombre de todas las épocas y de ninguna, se dedica a fabricar ficciones, un oficio tan misterioso como él mismo. Roba cartas de papel y husmea en ellas no solo para rastrear la novela que yace en toda suerte ajena sino también para reescribirla y salvarla, como un dios discreto, anónimo y bienhechor. Su última misión es tan absurda y delirante que si no hubiera ocurrido de verdad sería increíble: la firma de la paz, en 1988, entre el Reino de Bélgica y el Departamento de Boyacá, en guerra, sin que nadie lo supiera, desde 1867.
Tras el éxito de El hombre que no fue Jueves, Juan Esteban Constaín regresa a la novela con una historia en la que entremezcla magistralmente la realidad y la ficción, esa dualidad fundamental que define y le da sentido a la vida.
Paul Cézanne y Émile Zola iniciaron en la infancia una amistad que enlazaría sus destinos de por vida: no sólo compartían origen geográfico, medio social y educativo, e intereses intelectuales, sino también una profunda complicidad. Pese a la distinta suerte artística de cada uno―Zola alcanzó pronto reconocimiento y éxito, mientras que Cézanne, aislado, apenas expuso su obra hasta el final de su vida, gracias a Ambroise Vollard―, mantuvieron un fructífero diálogo durante treinta años, incluso después de la publicación de La obra en 1886 en la que supuestamente Zola retrataba a su amigo pintor de un modo poco favorable. Estas cartas muestran bajo una nueva luz la riqueza de una amistad tan compleja como genuina, y la singular sensibilidad de dos artistas que tuvieron el privilegio de conocerse y lo celebraron sincerándose sobre sus preocupaciones más íntimas, artísticas y personales, a menudo indistinguibles para ambos.
Pocos meses antes de morir, Ted Hughes sorprendió al mundo con la publicación de Cartas de cumpleaños, un libro donde se reunían los poemas que, a lo largo de las últimas décadas, le había escrito en silencio a su primera esposa, la poeta norteamericana Sylvia Plath, quien acabó con su vida en febrero de 1963. A lo largo de estas páginas, Hughes, desde el centro de la intimidad, recuerda su relación con Plath, comenzando por el día en que se conocieron hasta los constantes y fatales tormentos que desembocaron en el suicidio de la poeta.
Más allá de la anécdota biográfica, Cartas de cumpleaños es ya uno de los poemarios fundamentales de fi nales del siglo XX, una valiente conversación con una amada sombra en el quieto contraluz del recuerdo, una celebración de la vida, de la pasión extrema, a la vez que una poderosa meditación sobre la muerte. Y, por encima de todo, constituye la fulgurante despedida de uno de los mayores poetas de nuestro tiempo.
Esta selección de cartas presenta a Cesare Pavese en un ambiente vital transversal, desde que era un veinteañero hasta el hombre amargado de pocos días antes de morir. Fueron enviadas a mujeres con las que mantuvo relaciones profesionales o sentimentales y, en algunos casos, profesionales y sentimentales. El hilo conductor es el desamor, la sensación que parece sentir Pavese de predicar en el desierto la llegada de un ser anacrónico y lleno de defectos; de aceptar el reto de mostrar, con sinceridad total, su hiriente modo de ver las cosas y los fracasos, sobre todos los propios, que consideraba infinitos. De forma devastadora, Pavese pone al hombre frente al espejo: «El amor tiene la virtud de desnudar no a los amantes uno enfrente del otro, sino a cada uno de los amantes delante de sí mismo».
Las cartas de un gran escritor cuentan la historia de una vida que corre paralela a su obra. Las de Irène Némirovsky esbozan inicialmente el retrato de una joven apasionada que descubrió el gozo de sus primeras aventuras y la alegría de estudiar en la Sorbona en los felices años veinte. Luego van conformando una imagen más firme, la de una mujer brillante, preocupada y decidida, que se convertiría en la consumada novelista de El baile y David Golder. Una etapa en la que habla con su «querido maestro» Gaston Chérau, grandes editores y autores de la época sobre la escritura, los libros y el cine, por supuesto, pero también sobre las pequeñas cosas que componen la cotidianidad. A partir de 1938, el tono se vuelve menos desenfadado, hasta julio de 1942, cuando la correspondencia se interrumpe de forma brusca tras la trágica detención de Irène Némirovsky. Familiares, amigos, editores y admiradores toman entonces la pluma, intentando salvarla como sea y mantener vivos sus textos.