«Ceder no es consentir». Esto pareciera evidente. Sin embargo, es necesario delinear la frontera entre «ceder» y «consentir», pues en ocasiones puede darse una peligrosa proximidad entre ambos.
«Ceder no es consentir». Esto pareciera evidente. Sin embargo, es necesario delinear la frontera entre «ceder» y «consentir», pues en ocasiones puede darse una peligrosa proximidad entre ambos. El consentimiento, de hecho, siempre implica un riesgo: nunca puedo saber de antemano a dónde me conducirá. ¿Podría ser entonces que el consentimiento dejara la vía libre a la coerción? La experiencia de la pasión, la angustia en la relación con el otro y la obediencia al superyó desdibujan la frontera entre el consentimiento y la coerción dentro del propio sujeto.
Recuperamos Ceguera moral, de Zygmunt Bauman y Leonidas Donskis, un libro de dos grandes referentes de la filosofía de nuestra época.
El mal no se limita a la guerra o a las circunstancias en las que se actúa bajo una presión extrema. Hoy en día se manifiesta con más frecuencia en la insensibilidad cotidiana ante el sufrimiento de los demás, en la incapacidad o el rechazo a comprenderlos y en el desvío casual de la mirada ética.
En una vida en la que los ritmos están dictados por las guerras de audiencia, la banalización de la cultura y un consumismo acérrimo, rara vez tenemos tiempo para detenernos a considerar temas importantes, por lo que corremos el grave riesgo de perder nuestra sensibilidad ante los problemas de los demás.
Esta indagación sobre el destino de nuestra sensibilidad moral será de gran interés para cualquiera que se preocupe por los cambios más profundos que están moldeando silenciosamente nuestras vidas.
Marcel Proust no habría llegado tan lejos en la escritura de su obra maestra sin la ayuda de una persona en la sombra: Céleste Albaret. Ella lo atendió con mimo y devoción durante nueve años hasta el mismo día de su muerte. Ingenua, pero a la vez inteligente y refinada, y dotada de una infinita paciencia e intuición, Céleste hizo las veces de secretaria, mensajera, sirvienta, madre y fuente de inspiración. Pronto Marcel y Céleste se hicieron indispensables el uno para el otro: una relación que no estuvo exenta de asperezas y que derivó en una amistad profunda y muy fructífera.
Chloé Cruchaudet traza el retrato íntimo y apasionado de una mujer única y capta de manera inigualable la magnética atmósfera de un tiempo perdido.