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ABANDONO DE LA DISCUSION

Nagarjuna (ca. 150-250), filósofo indio y fundador de la escuela de la vía media, fue probablemente el pensador budista más influyente, tras el propio Gautama Buda. Su época fue abundante en discusiones y controversias filosóficas que acabaron convirtiéndose incluso en competición y espectáculo. Aun haciendo el indispensable esfuerzo dialéctico para demostrar aquello que tiene como objetivo, "Abandono de la discusión" propone el desprendimiento -ideal del sabio- de todas las creencias y opiniones que sustentaban estas pugnas, por no ser más que distracción para la mente diáfana y atenta a la que apunta la enseñanza budista. Conviene que la mente rehúya las especulaciones y atienda a los dos elementos genuinos que están en juego en samsara y de los que depende la cultura mental budista: la percepción y el deseo.
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ABANDONO DE LA DISCUSION

Según una antigua costumbre, los príncipes y soberanos de la India congregaban periódicamente a pensadores, ascetas y religiosos de diferentes escuelas para discutir sobre alguna cuestión controvertida. La identidad o diferencia entre el cuerpo y el alma, la vida después de la muerte, el sentido de la existencia, las reglas de comportamiento y ciertas cuestiones morales fueron algunos de los temas de debate. De su resultado dependían las condiciones de vida de las escuelas en litigio, con lo que la habilidad persuasiva o arte de probar adquiriría una gran importancia social y política. El tratado de Nâgârjuna (ca. siglos II-III) Abandono de la discusión (Vigraha-vyâvartanî) expone la postura de los madhyamika ante la discusión filosófica a la luz de la doctrina del vacío, siendo uno de los mejores ejemplos de la dialéctica de Nâgârjuna y de su postura filosófica con relación al papel que el lenguaje y el razonamiento lógico deben jugar en la búsqueda del despertar.
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ABEJAS SIN FABULA

¿Qué es la cultura?, preguntó el ingenuo. Un jardín sin letrinas, respondió el ingenioso. Gracias a esta visión beatífica de la cultura, hemos construido un mundo capitalista que exuda transparencia, empoderamiento, autenticidad y humanitarismo. Los lenguajes que utilizamos para hablar de nosotros mismos nos convierten en una suerte de ángeles de la democracia. Y ello sin que, al tiempo que nos concebimos culturalmente en un espejo tan favorecedor como el de la igualdad y la diversidad, dejemos de actuar como criaturas interesadas que trabajan, consumen y, en definitiva, practican los rituales del turbocapitalismo. Esta tensión entre nuestras dos almas apenas es hoy un eco apagado que no levanta ninguna sospecha. Es como si cultura y capitalismo, enemigos históricos durante mucho tiempo, se hubiesen fusionado en el nirvana del culto al yo, se decline este en la mediocridad de los intereses o en la sublimidad de los sentimientos. Frente a esta antropología un tanto pazguata, cabría insistir, con Bernard Mandeville, el deslumbrante autor de La fábula de las abejas, en que no podemos ser inocentes en sociedades prósperas. Es decir, que el idealismo moral, incluso el propio de democracias subyugadas por la religión de la cultura, el activismo sentimental y la prédica del empoderamiento, no halla cabida en unas rutinas y actividades sociales pautadas por los vicios privados que engrasa el capitalismo.
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