Desde Disneylandia hasta el Mont-Saint-Michel, desde las pirámides egipcias hasta los castillos de Baviera, desde Venecia hasta París o Nueva York, la interminable rueda del turismo no para nunca de dar vueltas. Con el ojo atentamente fijado en el objetivo de la cámara, en vez de contemplar la realidad, los turistas transforman un mundo en imágenes que está, él mismo, invadido por las imágenes.
Lo que busca el turista de viajes organizados es la foto del catálogo o de la pantalla de Internet y si la realidad que encuentra no es la «prometida» queda defraudado, se siente perdido e incapaz de hacer su propia experiencia. El turista individual y culto también está sometido a la esclavitud de las imágenes. No puede dejar de buscar escenarios ya codificados por la ficción, lugares dignificados y mitificados por famosos observadores anteriores desde distintos discursos culturales. No se fía de su propia vivencia, sino que tratará de adoptar los ángulos de vista de ellos con la pretensión de experimentar, comprender o gozar como éstos, sin tener apenas en cuenta lo que le rodea de hecho.
Analizando las actitudes de los visitantes de algunas playas, paisajes, monumentos o plazas emblemáticos del turismo, Marc Augé muestra no sólo que la mayoría de los lugares míticos y románticos nos hacen vibrar porque fueron escenarios de grandes novelas o películas. También en esos lugares mismos se hace lo posible para revestirlos con los símbolos e insignias buscadas por los turistas. De esta manera se redobla la ficción desde el observador y lo observado, de modo que la realidad está en peligro de quedar del todo inaccesible.
Este libro está en el inicio del diálogo contemporáneo entre el budismo y el cristianismo, cuestión que sigue teniendo la misma relevancia que cuando fue publicado por primera vez, hace cinco décadas, tal como afirma Javier Melloni en su introdución.
El jesuita Hugo Lassalle vivió en Japón más de sesenta años. Durante ese tiempo descubrió que la meditación zen podía enriquecer enormemente no solo la fe y oración cristianas, sino que también podía renovar la vida de cualquier persona, fuese o no creyente.
Aunque desde que se escribió este libro han cambiado muchas cosas en el mundo, las claves que nos proporcionan estas páginas siguen siendo de gran actualidad, tanto para profundizar en la propia fe cristiana como para abrirse al modo oriental de adentrarse en el corazón de la realidad, a través de la meditación silenciosa.
Es el despertar de una nueva conciencia de la especie humana lo que el autor ya entrevió entonces.
Si hay algo que nos reúne como sociedad, es la bicicleta: todos la hemos montado alguna vez. Cada uno de nosotros tiene el recuerdo de aprender a montar y, al hacerlo, descubrir una nueva forma de relacionarse con el mundo, con los otros y con uno mismo. En su humildad, la bicicleta nos pone en armonía con el tiempo y el espacio que habitamos.
Fuertemente enraizada en nuestro imaginario cultural, goza de una doble dimensión mítica: colectiva e individual. Colectiva porque, desde mitades del siglo XX, constituye la forma de transporte de las clases obreras; e individual, pues ciclistas como Induráin o Coppi se alzan como verdaderos héroes ante la mirada del público. Ya Barthes, en sus Mitologías, analizó la manera en que los deportistas de élite se transforman en mito, aunque hoy esa idealización esté en parte mancillada por el dopaje.
No obstante, ahora la bicicleta regresa con fuerza a las ciudades, gracias a las nuevas políticas urbanísticas. Su imagen es objeto de un renovado entusiasmo popular, como atestiguan Barcelona y París. La bicicleta se alza, pues, como proyecto de futuro, como guía hacia un ideal utópico de ciudad en la que las exigencias de los ciclistas lograrán doblegar a los poderes políticos.
Decir filosofía es para Gabriel Albiac decir un juego, una feliz indolencia o una melancolía sabia y escéptica. También es soledad y, a veces, casi lo único que puede darnos compañía. Su Elogio de la filosofía emprende un viaje fascinante y muy personal por las preguntas fundamentales que nos hemos hecho siempre.
Sus páginas nos hablan de la existencia y su sentido, el tiempo y la muerte, la libertad, la belleza o la verdad en un estilo único, lírico y culto, preñado de referencias literarias y artísticas. En sus páginas desfilan las palabras y las ideas de la sabiduría clásica en Heráclito, Platón o Marco Aurelio; de San Pablo y la Biblia; de La Boétie, Montaigne, Pascal o Spinoza; de poetas como Quevedo, John Keats o W. H. Auden; y obras como La Ilíada o el Cristo de Grünewald.
En esta travesía no hay programa ni decálogo alguno, no hay respuestas cerradas, tan solo un bello «consuelo de la huida» y una «lucha por conocer» que nos acerca a eso que llamamos libertad.
Una visión alternativa y totalmente estimulante sobre nuestro pecado mortal favorito: la ociosidad. ¿En qué medida una vida ociosa es una buena vida? El primer libro que desafía a la filosofía moderna en su condena de la ociosidad, revelando por qué el estar ocioso es un estado de libertad verdadera.
Durante milenios, la ociosidad y la pereza se han considerado vicios. Se espera que todos trabajemos para sobrevivir y salir adelante. Dedicar energía a cualquier cosa que no sea el trabajo y la superación personal puede parecer un fracaso moral o un lujo. Pero, ¿y si la ociosidad, en vez de vicio o defecto, fuera una forma eficaz de resistencia? ¿Y si nos permitiera experimentar la libertad en su forma más plena?
Lejos de cuestionar estas ideas convencionales, filósofos modernos como Kant, Hegel, Marx, Schopenhauer y de Beauvoir las sustentan y profundizan. Este libro expone los prejuicios tras estos razonamientos, cuestionando la visión oficial de nuestra cultura: que el incesante ajetreo, el hacerse a uno mismo, la utilidad y la productividad son el núcleo mismo de lo que está bien para los seres humanos.
Recogiendo ideas de la Grecia Antigua y sobre la importancia del juego en pensadores como Schiller y Marcuse, el autor presenta una visión empática de la ociosidad, que nos permite mirar bajo una nueva luz nuestro moderno culto al trabajo y al esfuerzo. Una reflexión estimulante.
Hadot nos muestra que Sócrates, partero de espíritus, permite responder a la pregunta de qué es filosofar, ayuda a su interlocutor a replegarse en sí mismo, a cuestionarse, es decir, a descubrir la conciencia. Sócrates no engendra nada, porque no sabe nada, pero propicia que otro pueda engendrarse a sí mismo. Invierte la relación entre maestro y discípulo mediante un procedimiento existencial que tanto Kierkegaard como Nietzsche han tratado de repetir. Para Kierkegaard, nos cuenta Hadot, el mérito de Sócrates consiste en haber sido un pensador sumido en la existencia, y no un filósofo especulativo que olvida lo que es existir. Es decir, Sócrates nos desvela la filosofía como forma de vida.