Ayer, un mes después de morir, grabaron sobre su tumba el nombre de mi madre. Al ver sobre la piedra las letras que tantas veces estuvieron en mis labios sentí un impulso doble, contradictorio tan solo en un primer instante, que me empujaba al mismo tiempo a permanecer callado y a pronunciar las palabras justas para nombrar la vida. Lo que sentía en ese momento solo puede ser nombrado con la palabra «tristeza», aunque la palabra «tristeza» –como le ocurre a todas las palabras frente a la complejidad de nuestra vida– se queda tan corta como un metro para sondear las profundidades de un abismo.
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