«Nosotros también somos ibéricos. De la noche a la mañana Europa apareció cubierta con esta pintada».
La balsa de piedra parte de un audaz planteamiento narrativo. Una grieta abierta espontáneamente a lo largo de los Pirineos provoca la separación del continente europeo de toda la Península Ibérica, transformándola en una gran isla flotante, moviéndose sin remos, ni velas, ni hélices en dirección al sur del mundo, camino de una utopía nueva: el encuentro cultural de los pueblos peninsulares con los pueblos del otro lado del Atlántico, desafiando así el dominio sofocante que Estados Unidos viene ejerciendo en aquellos territorios.
Una visión dos veces utópica entendería esta ficción política como una metáfora mucho más generosa y humana: que Europa, toda ella, deberá trasladarse hacia el sur de manera que, en compensación por abusos coloniales antiguos y modernos, ayude a equilibrar el mundo. Es decir, Europa finalmente como ética.
Los personajes de La balsa de piedra —dos mujeres, tres hombres y un perro, tal vez unos nuevos quijotes- viajan incansablemente a través de la península mientras ella va surcando el océano. El mundo está cambiando y ellos saben que deben buscar en sí mismos las personas nuevas en que se convertirán. Eso les basta.