En todo el mundo, las democracias se enfrentan a un enemigo nuevo e implacable que no tiene ejercito ni armada; no procede de ningún país que podamos señalar en un mapa, porque no viene de ahí fuera, sino de aquí dentro. En lugar de desafiar a las sociedades libres con la destrucción desde el exterior, amenaza con corroerlas desde el interior. Un peligro como este es esquivo, difícil de identificar, de distinguir, de describir. Todos lo notamos, pero nos cuesta darle nombre. Se derraman ríos de tinta para definir sus elementos y características, pero se nos sigue escapando. Nuestro deber, por tanto, es nombrarlo para así comprenderlo, combatirlo y derrotarlo.
¿Que es este nuevo enemigo que atenta contra nuestra libertad, nuestra prosperidad y hasta nuestra supervivencia como sociedades democráticas? La respuesta es el poder, en una forma nueva y maligna. En todas las epocas ha habido una o más formas de maldad política; la que estamos viviendo hoy es una variante vengativa que imita la democracia al tiempo que la socava y desprecia cualquier limitación. Parece que el poder haya estudiado todos los controles concebidos por las sociedades libre