Durante gran parte de la historia, las sociedades han oprimido violentamente a las minorías étnicas, religiosas y sexuales. No es de extrañar que aquellos que abogan por la justicia social llegaran a pensar que los miembros de los grupos marginados necesitan sentirse orgullosos de su propia identidad para poder hacer frente a la injusticia.
Pero, en las últimas décadas, lo que empezó como un sano aprecio por la cultura y el patrimonio de los grupos minoritarios se ha transformado en una contraproducente obsesión por la identidad grupal en todas sus formas. En poco tiempo ha surgido una nueva ideología que reprime el discurso, denigra la influencia mutua como apropiación cultural, niega que los miembros de grupos distintos puedan llegar a entenderse de veras, e insiste en que la forma en que los gobiernos tratan a sus ciudadanos ha de depender del color de su piel.