José María Fonollosa no es tanto un poeta marginado por la época como un poeta que decide marginarse de una época con la que no comulga. Cantó a las ciudades que lo conocieron, como si el enjambre de calles fuera el silencioso testigo de su paso por el mundo: Barcelona, La Habana, Nueva York. Y su canto no habla de la agustiniana ciudad de dios, sino del ser humano: del hombre que no encuentra su lugar en el mundo y menos entre otros hombres. Es, en definitiva, la suya una voz libre y cercana, un poeta que dice lo que piensa y que ofrece en sus versos un retrato acerado y valiente de las fobias, las ilusiones y los fracasos del hombre contemporáneo.
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