El lugar estaba erizado de palos que indicaban direcciones. El caminante arrastró sus pies hasta ellos y se detuvo.Varios caminos se abrían ante él. Un andrajo de manto cubría su desnudez, pero tenía el cuerpo negro, achicharrado. El aliento del desierto le retumbaba en los oídos como un tambor de sacrificios. Dio dos vueltas sobre sí mismo intentando orientarse. «Los hombres siempre queremos confundirnos unos a otros», pensó. Avanzó unos pasos sobre la superficie calcinante y compuso con sus manos uno de los horcones con las flechas.
Leyó: A NINGUNA PARTE, escrito en caracteres grandes y perfectos. «A ninguna parte —murmuró—, a ninguna parte».