En este poemario, y primer libro, de María Elena
De Rojas, se advierte un aliento místico y gozoso,
relampagueos de una belleza extraída de los rituales
cotidianos, mediante la fe y la estima. El verso es
acto de afirmación. Muestra de vital instinto, de
conciencia laboriosa, que atrapa sentidos en el fluir
de los días.
La nostalgia no duele, más bien conduce al
enaltecimiento de los caminos recorridos. Y, al
deslizarse en la experiencia del presente, se torna voz
de los senderos alternos, los no pisados, los que, sin
embargo, se manifiestan como calor y música en la
imaginación.
La familiaridad con el agua, con el aire, con la luz,
es nombrada para que se convierta en inspiración
y aspiración, gratitud. Sobre todo, en los poemas
breves, impera lo sutil. Imponderable que procede de
una lejana comarca, atraído a bordear la mirada, los
deseos, los vínculos. El silencio, como en la noción
de cierto arte oriental, se torna elocuencia. Augurio
de plenitud.