La ira es tan sólo un instrumento o un arma en manos más calculadoras. Un pueblo en armas es una fuerza, pero no piensa. Como mucho opina. Y la opinión es cosa fácil de construir. La ira no produce cambios, la ira es mercenaria. Sirve a quienes más la excitan. La necesaria rebeldía de Medea contra el orden social establecido –o lo que llamaríamos ahora lo «políticamente correcto»– y contra sus propios impulsos naturales, y la actividad de un principio como el de la diosa Kālī que sustenta, en el orden simbólico, la cíclica construcción y destrucción del universo de las formas son, si las comprendemos bien, dos ejemplos inmejorables del poder femenino que necesitamos activar para adelantarnos a lo que ha de venir y evitar así un desastre mayor. Podemos invertir los papeles, sin duda. Pero ¿de qué sirve reemplazar los ingredientes si el caldo está podrido? Lo que necesitamos ahora no es una simple inversión, sino una auténtica transformación, un cambio de paradigma que abarque todos los ámbitos.
Helen Vendler, una de las críticas de poesía más autorizadas, analiza cómo cinco grandes poetas modernos estadounidenses, al escribir sus últimas obras, intentan encontrar un estilo que haga justicia tanto a la vida como a la muerte. Al no disponer ya de los consuelos religiosos tradicionales, estos poetas deben inventar nuevas formas de expresar la crisis ante la muerte y la paradójica coexistencia de un cuerpo en decadencia y una conciencia intacta. En La roca, Wallace Stevens escribe narraciones simultáneas de invierno y primavera, en Ariel, Sylvia Plath presenta el melodrama con una fría formalidad y, en Día a día, Robert Lowell resta plenitud. En Geografía III, Elizabeth Bishop queda atrapada y liberada, mientras que James Merrill, en El rocío de la sal, crea una serie de autorretratos mientras muere, representándose a sí mismo con cosas como un árbol de Navidad.
Meister Mathis, Mathis Grün de Eisenach, Mathis Godhart (o Gothardt) Nithart (o Nithardt), Matthias Grünewald, el pintor (y también, quizá, el ingeniero, el fabricante de jabones, el conocedor de alquimias) son algunas de las señales que han velado y velan todavía al hombre que pintó el imponente Retablo de Isenheim a principios del siglo, en una Europa diezmada por la pobreza, la guerra y la peste, en la que tronaban las revueltas de campesinos, el comercio de bulas era moneda corriente y la Reforma echaba a andar. El políptico, con sus escenas sucesivas, estaba destinado a causar el estremecimiento de los enfermos que acudían en río al hospital que los antonianos habían abierto en Isenheim: detenerse ante el cuerpo retorcido y masacrado de la Crucifixión, la música angélica de la Natividad, un san Antonio tentado y vejado, o el triunfo de la Resurrección debía propiciar la curación a sus males las fiebres y la lepra, el fuego de san Antonio, la sífilis, la epilepsia .