Habitamos un tiempo crepuscular: crisis económicas, guerras, pandemias, malestar cultural... Asistimos al auge de discursos políticos asentados sobre la melancolía y la nostalgia de un pasado que fue mejor, incapaces de efectuar una interpretación con sentido del propio presente. Un futuro cancelado y un pasado que echamos de menos. En todos ellos se observa un repliegue de impotencia reaccionaria, agravio y resentimiento. Y, por encima de todo, una necesidad punzante: volver a casa.
Hoy, se da una respuesta melancólica a ese malestar que recorre la derecha y la izquierda. En El tiempo perdido, con la ayuda de Proust y algunos filósofos y filósofas, Clara Ramas nos propone una salida diferente. El melancólico se aferra al objeto amado y quiere volver a una Edad Dorada ―la patria, el orden, los roles de género y de clase, la vida mejor de nuestros padres, la Transición, la Tradición―. Pero el retorno es imposible para nosotros, seres finitos, hablantes y modernos. Estamos siempre de camino, pero nunca del todo en casa. Pese a todo, quizás existe una milagrosa posibilidad de «recobrar el tiempo», pero ciertamente no será la que prometen los nuevos melancólicos y las fuerzas reaccionarias.
George Smiley, que es un hombre con problemas y con compasión infinita, es también un decidido e implacable adversario como espía.
La escena en la que entra es un paisaje de Guerra Fría, de topos y faroleros, de cazadores de cabelleras y artistas callejeros, donde los hombres son cambiados, quemados y comprados. La misión de Smiley es atrapar al topo del Centro de Moscú, infiltrado desde hace treinta años en el mismísimo Circus.
Por un instante, los dos trenes circularon paralelos. En ese preciso momento, Elspeth McGillicuddy presenció un asesinato. Desde su vagón vio con impotencia como en el otro tren un hombre agarraba sin piedad el cuello de una mujer hasta estrangularla. Después el tren se alejó.
No había sospechosos ni testimonios. Tampoco había cadáver. ¿Quién, salvo Jane Marple, se tomaría en serio esta historia?
«Este libro es el ejemplo perfecto de lo que debe ser una historia de detectives; uno regresa continuamente a verificar pistas, ninguna es irrelevante.» The Times (1957)
Entre 1854 y 1929, los llamados trenes de huérfanos partieron regularmente de las ciudades de la Costa Este de Estados Unidos hacia las tierras de labranza del Medio Oeste, llevando miles de niños abandonados cuyos destinos quedarían determinados por la fortuna o el azar. ¿Serían adoptados por una familia amable y afectuosa, o se enfrentarían a una adolescencia de trabajo duro y servidumbre?
La desesperación por conservar la vida conduce a experimentar los estados de miedo y ansiedad más terribles cuando algo atenta contra ésta. Andreas, un joven soldado alemán que viaja en tren de París a Polonia a finales de la segunda Guerra Mundial es víctima de la realidad en los tiempos de guerra y de manera repentina reconoce que, como muchos otros soldados, no podrá disfrutar de más placeres mundanos o de la satisfacción que trae consigo el saberse amado. En cambio, deberá llegar puntual al encuentro con la muerte en alguna de las estaciones de su recorrido hacia el Frente Oriental.