Alguna noche, suelo ubicar mis horas en la serenidad del barrio de
Almagro: empresa que tiene su poco de catástrofe en cada punta, pues
para ir y volver es obligatorio descender a la tierra como los muertos e
incluirse en una hilera de ajetreos que hay entre la plaza de Mayo y la
estación Loria, y resurgir con una sensación de milagro incómodo y de
personalidad barajada, al mundo en que hay cielo. Claro está que esas
plutónicas y agachadas andanzas tienen su compensación: tal vez la más
segura es poder considerar ese grande y bien iluminado plano de Buenos
Aires que ilustra las paredes enterradas de los andenes. ¡Qué maravilla
definida y prolija es un plano de Buenos Aires! Los barrios ya pesados
de recuerdos, los que tienen cargado el nombre: la Recoleta, el Once,
Palermo, Villa Alvear, Villa Urquiza; los barrios allegados por una
amistad o una caminata: Saavedra, Núñez, los Patricios, el Sur; los
barrios en que no estuve nunca y que la fantasía puede rellenar de
torres de colores, de novias, de compadritos que caminan bailando, de
puestas de sol que nunca se apagan, de ángeles: Pueblo Piñeiro, San
Cristóbal, Villa Domínico.
De una a siete de la tarde -mis horas oficiales o "teóricas" de
trabajo- me confieso un impostor, un chambón, un equivocado esencial. De
noche (conversando con Xul Solar, con Manuel Peyrou, con Pedro Henríquez
Ureña o con Amado Alonso) ya soy un escritor. Si el tiempo es húmedo y
caliente, me considero (con alguna razón) un canalla; si hay viento sur,
pienso que un bisabuelo mío decidió la batalla de Junín y que yo mismo
he consumado unas páginas que no son bochornosas. Me pasa lo que a
todos: soy inteligente con las personas inteligentes, nulo con las
estúpidas.
Hacia 1957 reconocí con justificada melancolía que estaba quedándome
ciego. La revelación fue piadosamente gradual. No hubo un instante
inexorable en el tiempo, un eclipse brusco. Pude repetir y sentir de
manera nueva las lacónicas palabras de Goethe sobre el atardecer de cada
día: Alles nahe werde fern (Todo lo cercano se aleja). Sin prisa pero
sin pausa -¡otra cita goetheana!- me abandonaban las formas y los
colores del querido mundo visible. Perdí para siempre el negro y el
rojo, que se convirtieron en pardo. Me vi en el centro, no de la
oscuridad que ven los ciegos, como erróneamente escribe Shakespeare,
sino de una desdibujada neblina, inciertamente luminosa que propendía al
azul, al verde o al gris. Ya no había nadie en el espejo; mis amigos no
tenían cara; en los libros que mis manos reconocían solo había párrafos
y vagos espacios en blanco pero no letras.
Edición conmemorativa a 30 años de su primera publicación. Incluye material inédito del archivo personal de Tomás Eloy Martínez. Tras cuatro jornadas de entrevista exclusiva a Juan Domingo Perón, Tomás Eloy Martínez decidió no escribir las memorias autorizadas del General, sino un relato apasionado que conjuga el mito, la realidad y la ficción para dar cuenta -como nadie antes ni después- de la figura más compleja y fascinante de la historia argentina. El resultado es una novela monumental, llena de acción, que resume la vida política del último siglo e indaga en las múltiples facetas de la verdad y en el poder que tiene la ficción para interpretarlas. «Un texto increíble, casi perfecto. Borges o Cortázar habrían dado su mano derecha por escribirlo.
Hay páginas dedicadas al análisis de películas, notas sobre Flaubert y
Whitman, y una revisión de las traducciones homéricas. Del conjunto de
ensayos, dos sean quizás los más citados: "La poesía gauchesca, un
recorrido por el género y sus autores", y "El escritor argentino y la
tradición", en el que Borges reniega de muchos de sus libros anteriores,
e invita a los escritores a...
Yo solía trabajar limpiando las casas de otras personas, ahora apenas logro creerme que este sea mi hogar. La encantadora cocina, la calle tranquila, el enorme jardín en el que los niños pueden jugar. Mi marido y yo hemos ahorrado durante años para que nuestros hijos tengan la vida que se merecen. Aunque siento algo de recelo hacia nuestra vecina, la señora Lowell, veo su invitación a cenar como una oportunidad para hacer amigos. Cuando su empleada abre la puerta con un delantal blanco y el pelo recogido en un moño tirante, sé exactamente cómo se siente. Pero su gélida mirada me produce escalofríos... La empleada de los Lowell no es lo único extraño de nuestra calle. Estoy convencida de que alguien nos observa. Y cuando conozco a la mujer que vive enfrente, sus palabras me dejan petrificada: "Ten cuidado con tus vecinos". ¿Cometí un terrible error mudándome aquí con mi familia? Pensaba que había dejado atrás mis secretos oscuros. Pero ¿podría ser este apacible barrio residencial el sitio más peligroso de todos?