Entre los grandes colaboradores que tuvo desde su creación en 1902 el Times Literary Supplement, considerado el medio literario más respetable de la época por T. S. Eliot, figuraban nombres como los del propio Eliot y Henry James, pero, según su director, la joya de la corona fue sin duda Virginia Woolf. En estos ensayos extraordinarios, la joven crítica supo arrojar nueva luz sobre escritores conocidos y construir manifiestos provocadores acerca del futuro de la novela; y, gracias a ellos, disfrutó de la ansiada independencia económica. Tras su escrutinio de autores que conformaron su canon literario #como Charlotte Brontë, George Eliot, Elizabeth Barrett y Joseph Conrad# se vislumbra el pensamiento que iluminó su producción narrativa. Pero, sobre todo, se percibe a la Virginia Woolf lectora, para quien, como nos recuerda Ángeles Caso en el prólogo, leer nunca fue un refugio, sino «el acto supremo de insumisión, la mejor manera de hacer frente a la violencia siempre dominante con un gesto callado pero lleno de desafío», y cuyo entusiasmo por la gran literatura sigue inspirándonos hoy más que nunca. Un volumen inédito que refleja el ingenio y la inteligencia de una autora icónica.
En un lenguaje coloquial y sencillo, característico del tono familiar que empleaban los actores de comedia, las fábulas del esclavo tracio Fedro (15 a.C.-55 d.C.) introdujeron en Roma el género difundido previamente con gran popularidad bajo el nombre del griego Esopo. En estas breves narraciones, el autor se aplica a la sátira social y critica ciertos comportamientos y situaciones injustas: en ellas intervienen hombres y animales que, (según la convención del género, hablan y relatan sus aventuras) a menudo en episodios teñidos de frescura y jovialidad, pero la moraleja final sirve para recordar al lector que en relato subyace un propósito serio y didáctico. El presente volumen recoge el centenar largo de fábulas que la tradición y la moderna filología atribuyen al autor.
Auguste Villiers de L’Isle Adam (1838-1889), a quien Paul Verlaine incluyó entre sus poetas malditos y Rubén Darío entre sus raros, dedicó los últimos años de su vida a escribir esta obra, que se publicó póstumamente en 1890 para convertirse en uno de los máximos exponentes del simbolismo. Hoy es ya un clásico de la literatura fin de siècle.
Axel, el protagonista de este drama, es un joven noble que vive retirado de la vida mundana en un castillo de la Selva Negra, instruido por maese Janus. Dos visitantes harán tambalear su existencia dedicada hasta entonces al mundo interior: el primero llega en busca de un tesoro perdido; la segunda, huida del convento la noche en que debía tomar los votos, le hará conocer el amor. Frente a esto, Axel, que rechaza imposiciones y limitaciones de todo signo, no se conformará más que con el Ideal, hasta el punto de elegir la muerte cuando se encuentra en el culmen de la felicidad humana. Más allá ya todo sería desencanto y, a la postre, traición a una postura existencial llevada a las últimas consecuencias.
Esta obra, que se lee como una antigua y deliciosa novela de aventuras, tiene en realidad más de texto filosófico, pues muestra el viaje iniciático que todo ser humano realiza entre el mundo material, el mundo pasional y el mundo espiritual.
Un libro único que suscita tantas preguntas como adhesiones incondicionales.