Una noche, en un cruce de caminos en las afueras de Londres, un joven y modesto profesor de dibujo tiene un encuentro con «una mujer sola, vestida de blanco», de «rostro exangüe», que le pide ayuda para encontrar un cabriolé. Apenas dos minutos después, un carruaje con dos hombres se detiene para preguntar por una «mujer de blanco» que acaba de escaparse de un manicomio.
Este es el inicio de una trama endiablada en la que el pobre profesor tendrá que lidiar con una conspiración inimaginable, «en una lucha sin esperanza contra nobles y poderosos» cuyas víctimas son dos mujeres aterrorizadas, empequeñecidas, privadas de legitimidad. Entre un repertorio de personajes muy collinsiano –baronets corruptos, terratenientes hipocondriacos, beatas anglicanas, italianos pintorescos, madres sin piedad– destacan dos figuras inolvidables: la intrépida Marian Holcombe, «una mujer entre diez mil en estos tiempos triviales», y el conde Fosco, que, con su poderosa voz de bajo, su cacatúa y sus ratones, se convertiría enseguida en un malvado fundamental de la literatura del XIX. La mujer de blanco (1859-1860) –que aquí presentamos en una nueva traducción de Miguel Temprano García– fue el mayor éxito de Wilkie Collins, hasta tal punto que no tardaron en aparecer perfumes, capas, sombreros y hasta valses y cuadrillas con su título. Brillante y novedosa en su estructura, que confía el relato a varios narradores, como testigos en un juicio, en ella el mismo acto de narrar está dramatizado y forma parte de la acción: a veces se reviste de peligro, a veces es un instrumento de salvación, siempre un medio para establecer la verdad.
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