Galileo Galilei creía que la naturaleza era «un libro abierto», pero por desgracia sólo supo leer en él patrones matemáticos que nos han legado una visión estrechamente materialista y antropocéntrica, dominante hasta hoy. Por el contrario, este libro te enseñará a leer la naturaleza de un modo radicalmente distinto, mediante el cual el observador, de hecho, termina por hacerse uno con aquello que observa, desafiando el modelo occidental del conocimiento. Para ello viajamos a Yellowstone, donde, entre bosques y géiseres, Baptiste Morizot convive en armonía con osos que apenas unas semanas antes han devorado a un médico de urgencias. De allí saltamos a las altiplanicies nevadas y los valles glaciares de Kirguizistán, donde el autor persigue la pista de un leopardo de las nieves, o a las estepas del Haut-Var, donde a rebufo de una manada de lobos se encuentra con lo insospechado. Pero ¿cómo se establece esa otra manera de convivir con los animales que tantos de nosotros deseamos? ¿Con qué método se restablecen esas antiguas relaciones, ese contacto íntimo y espiritual que tenían con ellos nuestros ancestros? Rastreándolos. ¿Rastreándolos? Sí, porque rastrear ―nos explica Morizot desde la teoría y la práctica― es el arte de conocer cómo habitan el mundo los demás seres vivos. Rastrear es reencontrar una realidad preñada de signos y sentido, donde sentirse «en casa» no nos convierte en avaros propietarios, dueños de la naturaleza, sino en cohabitantes maravillados. Rastrear es transformarse, metamorfosear el propio yo. Allí donde el cazador sólo pretende descubrir el lugar de la emboscada, el auténtico rastreador lee en las huellas del oso, el leopardo y el lobo aquello que Galileo se perdía: la historia de sus pensamientos y sus emociones, de sus inquietudes y sus esperanzas. Así nos desprendemos poco a poco de las restricciones de la mirada humana, activamos las capacidades de un cuerpo distinto y, a veces, contra toda lógica, «llegamos a sentir que nos hemos convertido en el animal».
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