Solo aquellos que hayan vivido los ardientes fuegos de un amor irrefrenable podrán comprender las razones que llevaron a María José Solano a dejarlo todo y emprender en solitario Una aventura griega. Acompañada únicamente de una maleta de mano y los libros del objeto de su pasión, el héroe de guerra y cronista viajero Patrick Leigh Fermor (1915-2011), la escritora abraza los restos de su legado en el país de los olivos.
Camina por las mismas calles en las que él, célebre por aventuras épicas en el país heleno, había vivido mil correrías y affaires secretos; brinda con uzo y retsina en las tabernas en las que él se embriagó con su círculo bohemio y, acaso igual que él, sueña con la posibilidad de encapsular el pasado mágico de un país rebosante de tesoros arqueológicos.
En este singular trayecto, que se puede leer casi como un romance con la obra fermoriana, Solano hace escala en lugares legendarios como Corinto, Micenas, Epidauro, Esparta o la isla de Hydra, donde Leigh Fermor (Paddy, para los amigos) pasó una larga temporada en una mansión ahora -cómo no- declarada en ruinas. Desde cada uno de esos enclaves, capitales para entender la figura del aventurero, la escritora sevillana declara su amor eterno a un personaje tan singular como enigmático, con sus luces y sus sombras, siempre impetuoso y, hasta su último aliento, impulsado por un hambre insaciable de acción y conocimiento.